León era un perro bonachón. Y era un perro de raza, Pastor Alemán. Vivía en una casa con patio, grande, bonita, que tenía una reja como puerta a la calle.
A León le gustaba especialmente esa puerta. Le gustaba sentarse delante de la puerta y mirar, mirar como pasaba la gente. Y es que aunque él ni siquiera ladraba, la gente como quiera se salía de la acera; eso le agradaba a León, que así podía justificar su nombre.
Pero aquel día lo que le llamó la atención fue otra cosa, un cachorro. Era uno de esos sin raza, que él veía pasar por la calle de vez en cuando. A él le gustaban los cachorros, así que trató de entablar conversación: -¡Hola!
El cachorro le echó una mirada, pero no respondió. León sacó la cabeza por entre los barrotes, pero la volvió a entrar porque olía muy mal. El cachorro estaba al lado del bote de la basura. -¡Hola! -volvió a llamarlo.
El cachorro volteó, gimió un poco y respondió: -Hola.
León se fijó en el cachorro; estaba en los puros huesos. -¿Que estás haciendo? –preguntó. -Tengo hambre -se volvió a mirar el tanque-. Pero no puedo coger la comida que hay adentro, no la alcanzo.
Y saltó un poco, sin lograr nada. León le creyó. Él ya había oído al papá de su amo renegando por tener que recoger basura de la calle. Echó una mirada alrededor. -¿Dónde está tu mamá? -el cachorro se veía muy pequeño y aún debería poder tomar leche. -Mi mamá está en esa esquina, pero la pisaron y se le salió la barriga, no se mueve.
¡Ah! Ladró contento. ¡Sí!, él ya había oído la historia, la niña de la casa lo había dicho: alguien había atropellado un perro en la madrugada…
El cachorro se acercó a olfatearle la nariz, él le lamió la suya. En eso oyó que le llamaban. Era su amo. -¿Como te llamas?… ¿Luis? Pues te deseo suerte, espero que alcances la comida.
Fue corriendo donde su amo, que le lanzó una pelota. La mordió y empezaron a jugar. No volvió a ver al cachorro hasta tres horas después. -¡Hola! -saludó.
El cachorro, Luis, se levantó a mirarlo, pero no dijo nada. -No podrás alcanzar esa comida -miró en derredor-, ¿por qué no vas al colmado que está enfrente? -señaló con la nariz- ahí hay mucha comida. -Ya fui, pero no me dejaron coger nada. Estaban tomando algo de unas piedras, trate de lamer una, pero empezaron a tirarme piedras frías.
Claro, él ya había notado que cuando tomaban de esas piedras hasta su amo se mantenía alejado del lugar. Dio la vuelta y corrió hasta el patio trasero. Recordaba que había enterrado un hueso y la charla le había dado hambre.
Cuando volvió a ver a Luis ya eran las siete de la noche. Hacía un rato que habían puesto candado a la puerta. Él había oído gemidos y supuso que era Luis. No se equivocó. -Hola -saludó. -Hola –y después de unos segundos-, tengo hambre. Tengo frío -gimió.
León empezó a caminar de un lado a otro de la reja. Si Luis no había comido nada en todo el día, era lógico que tuviera hambre. Sintió pena, pero él no tenía comida. La suya siempre se la daban a media noche. Sacó la cabeza por la verja y echó una mirada. -¡Mira! –gimió de alegría- ¡un amo!, ¡él te puede dar comida! Cuando pase por aquí lo llamas y le dices lo que pasa -dio una vuelta y luego se acurrucó en unos arbustos, los ojos llenos de alegría.
Vio acercarse al amo, que era algo más grande que el suyo. Oyó gemir a Luis. Vio que el amo se paraba y caminaba hacia él. Luis empezó a gemir mucho más fuerte que antes. Levantó las orejas: veía que el amo no le hablaba y Luis seguía gimiendo. De pronto el cachorro empezó a saltar, pero algo le tiraba. León se enderezó un poco y observó… y descubrió el problema: de alguna manera la cola del cachorro había ido a parar debajo del zapato del muchacho, y el amo no parecía darse cuenta. Se levantó, y al ver que Luis seguía llorando y hasta ladrando, gimió y decidió intervenir. -Amo –ladró. El joven brincó hacia un lado y echó a correr. -¡Amo! -ladró más fuerte. Pero no había remedio, se había ido.
Volvió a mirar a Luis, que se había acurrucado al lado del cilindro de basura, llorando. Le dio lástima. -Mala suerte -le dijo. -Estoy cansado -gimió.
León se alejó de ahí. La situación de Luis lo ponía triste. Pero ya había decidido solucionarla. Claro, ¡él le daría comida! Luis tenía un día sin comer…, ya León recordaba a su mamá que le decía: “Hijo, lo primero de todo, es comer. ¿Sabes como muere un perro? Yo los he visto, lo primero es que dejan de comer; el perro que no come se muere…”. ¡Claro que sí! Y se dirigió contento a la cocina, por la puerta del patio, abierta.
Entró rápido, con la lengua afuera, y empezó a olfatear… ¡Humm, que bien olía! Se dirigió a la estufa y, haciendo un esfuerzo, se paró en dos patas. Empezó a husmear por todos lados. Gimió; no estaba su olla. Empezó a caminar lentamente hacia la puerta, olfateando el aire. Caminó hasta la mesa y volvió a husmear. Gimió de alegría. Al fin encontró lo que olía tan bien. Estaba sobre una silla, y era un objeto pequeño, triangular, caliente. León se preparaba para cogerlo con la boca, pero se detuvo. ¿No se molestaría su amo por coger su comida? Dio dos vueltas alrededor de la cocina. Se volvió a acercar, miró la comida… ¡Ya lo tenía!, cogería la comida y si su amo le regañaba, ¡le diría que cogiera la porción de su propia comida! Ladró feliz. Tomó el bocado y fue corriendo donde Luis. Sacó la cabeza por la verja y dejó caer el alimento en el suelo. -¡Mira! -exclamó.
Luis levantó la cabeza, luego se paró, se puso a husmear… y se lanzó corriendo a la comida. León lo veía, orgulloso de sí mismo y feliz.
Lo dejó comer. Fue a acostarse un rato en la entrada de la casa.
Estaba adormecido cuando escuchó que lo llamaban. Se paró y fue a la casa, ¿sería su comida...? Entró a la cocina. -¡No voy a aguantarlo más! -gritaba la mamá de su dueño-, ¡este perro me tiene la casa hecha un desastre! ¡Se acuesta en los muebles, no protege la casa, ensucia el piso, se come la comida de los niños…! Lo siento mucho pero ese perro tiene que irse.
León vio a la niña llorando. “¡La comida!”, recordó. -No llores, yo te daré mi comida -ladró-. Yo le daré mi comida -siguió, dirigiéndose a sus padres. -Tu mamá tiene razón. Nosotros queremos un perro, pero este es muy grande y lamentablemente no podemos cuidarlo.
Su dueño estaba llorando. -¿Y qué vamos a hacer? -le preguntó a su papá. -Llevarlo al veterinario. Es lo único que se puede hacer. Tal vez lo puedan vender... -¿Para que después le pongan una inyección? no, no lo vamos a llevar -lloraba el amo, desesperado. Comenzó a hipar.
Ya no escuchó más. Fue a su casa y se acostó. Estaba triste por su amo, no le gustaba que llorara. Los oyó discutir por horas, hasta las dos de la mañana; luego oyó un portazo en el cuarto de su amo y vio que apagó la luz. Después, a las tres, el papá vino a buscarlo, le puso su collar y lo llevó hasta el carro; León entró sin protestar y salieron.
León sacó la cabeza por la ventana, no solían llevarlo a pasear a estas horas. Estuvo observando un buen rato, pero no había nadie en las calles. Había visto a Luis al poco rato de salir, acostado bajo un arbolito. También vio el barrio de aquel limpiabotas que iba a veces a la casa, pero que un día se llevó la pelota de su amo…, sí, luego le reprocharon por no morder al que se llevó la pelota. Le había dado pena, se veía muy débil en ese entonces. Después de veinte minutos se detuvieron. Era un lugar con muy pocas casas, oscuro. El papá salió y le abrió la puerta. Bajó de un salto y fueron hasta un árbol. El hombre dijo: -Bueno, eres libre, desde hoy harás lo que te plazca.
Le quitó el collar. -Esto no lo necesitas. No te preocupes, en la ciudad no hay perrera.
Se agachó, le dejó un puñado de bolitas de comida. León gimió de alegría. El papá volvió al carro y antes de entrar dijo: -¡Que tengas buena suerte! -entonces montó y arrancó.
León esperó cinco minutos. Luego se sentó y comió la comida. Cuando terminó aulló. Esperó otros cinco minutos, mirando por donde se había ido... Parose, miró al piso…, después levantó la cabeza y empezó a caminar.
“Al menos ayudaré a Luis a virar las latas de basura” –pensó.